lunes, 11 de agosto de 2008

Las guerras de Bush y Calderón

Carlos Fazio

Bajo la apariencia de un estado de excepción no declarado, pero efectivo, desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 la administración de George W. Bush ha procedido a la demolición sistemática del orden constitucional estadunidense. En nombre de los imperativos de seguridad, arrogándose poderes extrajudiciales, mediante decretos secretos y decisiones presidenciales arbitrarias devenidas en prácticas normales del Estado, el jefe de la Casa Blanca ha instituido operaciones ilegales de espionaje interior y, envuelto en guerras preventivas en el exterior, ha recurrido a la tortura “legalizada” y al secuestro-desaparición de presuntos terroristas, manteniendo bajo arresto indefinido a millares de “enemigos no combatientes” que están recluidos en un archipiélago de cárceles clandestinas y “prisiones flotantes” bajo control del Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

Desde un comienzo, en lo que después se supo que formaba parte de un plan secreto prestablecido –que aprovechó su “oportunidad” tras los atentados del 11/S, presuntamente provocados por un “enemigo asimétrico” y “desterritorializado”, pero siempre oportuno, Al Qaeda–, la deconstrucción del orden constitucional se desplegó en un contexto de guerra indefinida, omnipresente, sin fronteras espaciales ni temporales. En 2002, al presentar la estrategia de seguridad nacional en la Casa Blanca, Bush asimiló la “vulnerabilidad” de Estados Unidos ante el “terrorismo” a una “nueva condición de vida”. Así, desde comienzos del siglo XXI la “guerra contra el terrorismo” fue concebida para ser librada de manera simultánea en varios países por muchos años. En 2006, la nueva versión de la estrategia de seguridad nacional planteaba: “Estados Unidos vive los primeros años de una larga lucha, una situación parecida a la que enfrentó nuestro país al principio de la guerra fría”.

En un estado de emergencia permanente, la excepción se convierte en regla. En el caso de Estados Unidos, la guerra se convirtió en el fundamento ontológico del Estado. Todos estos años Bush ha gobernado mediante el miedo, estimulando el nacionalismo y explotando los prejuicios raciales y étnico-religiosos de sus connacionales. El inflamiento del poder de Al Qaeda y otras amenazas terroríficas podrían parecer caricaturescos si no se tratara de un método de gobierno que sirve para ocultar las intenciones autoritarias del Estado y los fines de dominio imperial y neocolonial. Es un juego peligroso que alimenta los odios esencialistas de quienes son considerados el Otro, el enemigo, el bárbaro. En el caso de Medio Oriente, el “choque de civilizaciones” del propagandista Samuel Huntington se ha ido convirtiendo poco a poco en una profecía autocumplida.

Por distintas consideraciones –entre ellas la existencia de petróleo, gas natural, agua y biodiversidad, y la emergencia en la coyuntura de una resistencia civil pacífica que, aunque atomizada, está en la búsqueda de alternativas al actual sistema de dominación por distintos canales legales, parlamentarios o antisistémicos–, uno de los escenarios privilegiados de la guerra perpetua de Bush en América Latina es México. Aquí, igual que en Colombia, la modalidad de la intervención estadunidense adoptó la forma de guerra al narcoterrorismo, mediante la inclusión de facto de México en el “perímetro de seguridad” de Estados Unidos, vía la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN) y la Iniciativa Mérida, símil del Plan Colombia.

En el reparto del papel, la representación nativa con fines propagandísticos y autolegitimadores corresponde a Felipe Calderón, con sus dramatizaciones convenencieras, sus ínfulas de artillero letal (“Vamos goleando al narco”, Calderón dixit), sus purgas y sus irritados “Ya basta”. Igual que las confrontaciones bélicas de su tutor Bush, la “guerra” de Calderón contra el “crimen organizado” y la “impunidad” está envuelta en chantajes, despropósitos de tintes goebbelianos y afanes de control hegemónico. Pero no hay que confundirse: el modelo de Bush para México es el de la “colombianización” del país. En el marco de un sistema que protege la corrupción-impunidad de las cadenas criminales incrustadas en las instituciones del Estado, la banca y las grandes empresas, la receta es más narcoparapolítica, mano dura, tortura, detenciones-desapariciones, guerra sucia, mercenarismo, criminalización de la protesta social, militarización de la sociedad. El objetivo de Estados Unidos es sumir al país en el caos y la desestabilización para poder penetrar los organismos de seguridad del Estado, diluir aún más la soberanía nacional y acentuar la dependencia.

En ese esquema de dominación, tendiente a la conformación de una república bananera de nuevo tipo en México, la narcoviolencia –con sus carros bombas fallidos, sus minisubmarinos sicotrópicos de ocasión y sus pintorescas conexiones iraníes–, puede asumir la forma del “enemigo asimétrico” y “desterritorializado”, necesario para colocar al país en el contexto de una guerra infinita que derive en un estado de excepción permanente. Para ello, como en Colombia, Washington y sus cómplices locales vienen desplegando una guerra sicológica de largo alcance y recurren al terrorismo mediático. Es decir, a la propaganda desestabilizadora de las cadenas de radio y televisión bajo control monopólico, legitimadoras del régimen, y funcionales a la hora de manufacturar hechos y consensos. Para allá vamos. Sólo que, como en el caso del “choque de civilizaciones” huntingtoniano, el comandante en jefe Calderón también podría ver su profecía autocumplida.