lunes, 4 de febrero de 2008

Guerra imperial y desinformación

La mentira del Pentágono como arma de guerra
Carlos Fazio


Desde hace 3,000 años, el arte de la desinformación ha sido un elemento clave en los conflictos bélicos. Los relatos acerca de guerras, desde las narraciones históricas de Herodoto y los poemas épicos de Homero han estado unidos al uso de la propaganda. No se trataba de escribir la historia objetiva sino de incitar o provocar emociones, positivas o negativas, para conformar la voluntad de la población, las más de las veces, manipulando los hechos a favor de la cultura dominante.
La palabra propaganda, como tal, comenzó a ser usada en 1622, en la época del papa Gregorio XV, y remite al latín pontifical (propagare). Fue utilizada por la Iglesia católica en los tiempos de la Contrarreforma (propaganda fide) y casi no rebasó los límites del vocabulario eclesiástico propio del Colegio de la Propaganda hasta que, a finales del siglo XVIII, irrumpió en la lengua laica. Sin embargo, la propaganda desempeñó un papel clave desde que comenzaron las rivalidades políticas. Así, las Filípicas que dirigiera Demóstenes contra Filipo de Macedonia formaron parte de una verdadera campaña de propaganda, igual que las invectivas de Cicerón contra Catilina. En los años 300 antes de Cristo, Alejandro Magno, rey de Macedonia, ya contaba con un “departamento de relaciones públicas” que utilizaba con fines propagandísticos. Nicolás Maquiavelo dio al objetivo y las funciones de la propaganda política una interpretación particularmente afín a la teoría burguesa moderna, al plantear que sólo el Estado y el poder político constituyen un supremo valor independiente, mientras que el “súbdito” sigue siendo “objeto de manipulaciones”.
Alejadas de su primer sentido apostólico, las definiciones contemporáneas del vocablo señalan que “propaganda es una tentativa para ejercer influencia en la opinión y en la conducta de la sociedad, de manera que las personas adopten una opinión y una conducta determinadas”.[1] Según otra definición, “la propaganda es el lenguaje destinado a la masa. Emplea palabras u otros símbolos a los cuales sirven como vehículos la radio, la prensa y la cinematografía. La finalidad del propagandista es ejercer influencia en la actitud de las masas en puntos que están sometidos a la propaganda y que son objeto de opinión”.[2] Se trata, en definitiva, de modificar la conducta de las personas a través de la persuasión, es decir, sin parecer forzarlas. Y uno de los principales medios para ejercer influencia en la gente y obtener ese fin, es la mentira. La mentira como arma.
Napoleón Bonaparte, quien conocía muy bien cuán importante era obtener el asentimiento de la opinión pública, fue un innovador en la esfera de la propaganda y el primero en utilizar a la prensa como instrumento de dirección militar y política, explotando factores ideológicos, como el sentimiento nacional y el patriotismo. Desde el siglo pasado, el argumento de que informar sobre la conducción de una guerra podría ayudar al enemigo, se convirtió en la razón estándar para justificar la censura. En noviembre de 1940, Lord Halifax informó que durante una sesión de gabinete, Winston Churchill criticó con severidad a la British Broadcasting Corporation calificándola como “un enemigo al interior de la propia casa, que causa continuamente problemas, haciendo más daño que bien”. Durante la guerra entre Estados Unidos y Corea (1950-51), el jefe de prensa del general Douglas MacArthur, coronel Marion Echols, trataba a los periodistas como “enemigos naturales”. En Under fire: The Story of American War Correspondents, M. L. Stein, argumenta: “Es un axioma de guerra que algunos comandantes temen más a la prensa que al enemigo”. Se atribuye a George Washington haber expresado que “el secreto es una especie de desinformación”. Michael Kunczik recuerda que desde el punto de vista militar, en tiempo de guerra, “relaciones públicas” −como eufemismo de propaganda− significa “mentir y engañar tanto como sea necesario”. Así, durante la guerra, la mentira se convierte en una virtud patriótica, y ya decía Ruyard Kipling que “cuando llega la guerra, la primera en morir es la verdad”. Acuñada en los días de la primera gran conflagración, la de 1914-18, la famosa frase exhibe el uso de la mentira con fines de propaganda. Como arma de guerra.
Cuando empieza un conflicto, es habitual que ambas partes se escuden detrás de la “seguridad” y los “intereses” nacionales. Y que a través de los medios de difusión masiva, que actúan como mecanismos clave de la negación, las dos partes mientan, tergiversen los datos y calumnien al enemigo, queriendo hacer pasar por información objetiva lo que en realidad es propaganda interesada. Así, en el mundo de la “noticia”, las normas doble-estándares y las duplicidades se vuelven interminables. En el momento en que una noticia pasa a los medios adquiere, implícitamente, un carácter legal y sufre un proceso de oficialización. El espectador, el ciudadano común, muchas veces no puede distinguir esos dobles estándares, y a fuerza de escuchar la “verdad oficial” la hace parte de su “opinión personal”, lo que a su vez confluye hacia una falsa opinión pública, manipulada de principio a fin, lo que en el argot periodístico se denomina como un proceso de intoxicación. La mejor manera para que la opinión pública no pese en la conducción de una guerra, es que no sepa exactamente lo que está pasando en ella.
Pero a veces sucede que hasta los propios periodistas caen en las redes de la propaganda o el doble pensar. Es decir, se creen su propio cuento. O lo justifican escudados en el “deber patriótico”, reproduciendo y/o reforzando el poder del Estado y su papel en la violencia nacional o internacional, al asumir −por sus intereses de clase o por conservar su estabilidad laboral− la ideología del patrioterismo reaccionario. Lo mismo hacen los propietarios de los medios de comunicación dominante, para quienes la información no tiene valor en sí misma y es, ante todo, una mercancía, sometida a las leyes del mercado, de la oferta y la demanda, y no a los criterios éticos o cívicos.
En general, cuando estalla un conflicto, la prensa, medio de masas dominante, se inclina por silenciar las voces independientes, suprimir el debate crítico y aislar el disentimiento para reunir apoyo, orquestar y controlar las respuestas emocionales en masa, publicar todas las noticias “buenas” y suprimir las “malas”. Y, sobre todo, se inclinan por apoyar a sus soldados para ganar la guerra, glorificando algunos acondicionamientos y minimizando u ocultando otros. Todo ello, claro, en Occidente, bajo la etiqueta de la “prensa libre”.
De allí que, en tales ocasiones, se requiera de una profunda reflexión, no en el sentido de encontrar respuestas sino de obtener lecciones prácticas, a fin de desintoxicarse, de aprender a decodificar la información, la desinformación e impermiabilizarse de la manipulación.

Los guardianes de la libertad y la ingeniería del consenso

El 24 de septiembre de 2001, en medio de la conmoción causada por los atentados contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington, cuando la Casa Blanca planificaba una respuesta militar contra los presuntos responsables en el marco de la nueva guerra contra el terrorismo denominada Libertad Duradera, un oficial del Ejército de Estados Unidos reveló a The Washington Post que en la “guerra informativa de gran intensidad” en curso, se iba a “mentir” a la prensa. Que se impondrían “nuevos y estrictos límites” a la información. Es decir, a la libre expresión.[3]
Al reproducir la noticia, los corresponsales de La Jornada, Jim Cason y David Brooks, consignaron que el Departamento de Estado había “censurado” transmisiones de la Voz de América, una agencia de noticias del gobierno de Estados Unidos, y prohibido una transmisión radial en la que se incluía una entrevista con un líder del gobierno talibán de Afganistán.[4] También denunciaron una creciente campaña para “asegurar” la lealtad de los periodistas estadunidenses en la cruzada belicista del presidente George W. Bush contra el régimen afgano.[5] Pero ese clima de censura no se limitaba sólo a los reporteros y los noticieros. El programa de conversaciones y humor político Politically Incorrect, conducido por el cómico Bill Maher, que se trasmitía cinco días a la semana en la cadena ABC, había sido cancelado por tres estaciones locales y posiblemente a nivel nacional, debido a comentarios hechos por Maher que no fueron considerados oportunos.[6] Limitada la libertad de expresión, comenzaba a ser difícil ver la diferencia entre la posición del gobierno y la de los medios.
Un día después, en un confuso desmentido, el propio secretario de Defensa, Donald Rumsfeld explicó que en el marco de la nueva estrategia militar de largo plazo −enmarcada en lo que la administración Bush definió como “homeland defense” (defensa de la patria) ante lo que señaló como “nuevas amenazas” o “amenazas asimétricas”−, sería necesario intensificar las operaciones de inteligencia y “podría haber circunstancias en las cuales sería necesario no ofrecer la verdad” a los medios. Apremiado sobre si en la “campaña de operaciones de información” −como parte de la guerra psicológica contra el enemigo−, el Pentágono podría divulgar información falsa, Rumsfeld respondió: “Supongo que uno nunca dice nunca”. Y recordó la frase de Churchill de que “en tiempos de guerra, la verdad es algo tan valioso que debe ser cuidada por un guardaespaldas de mentiras”.[7]
Junto con la censura, la autocensura y el patriotismo en los medios, en tiempos de guerra cobran mayor auge la manipulación y el lavado de cerebro. Como ya observamos arriba, escudados en la “seguridad nacional”, durante los conflictos bélicos los gobiernos mienten, tergiversan los datos y calumnian al enemigo, queriendo hacer pasar por información objetiva lo que en realidad es propaganda y/o acciones de guerra sicológica. Es común que en una guerra uno y otro bando esgriman que “Dios está de su parte”, y sólo al final se descubre que Dios estuvo del lado del ejército vencedor.
La propaganda moderna es una hábil combinación de información, verdades a media, juicios de valor y una variedad de exageraciones y distorsiones de la realidad, que busca influir en las masas. En general, la propaganda tiende a confirmar ideas populares y agudizar los prejuicios; trata de movilizar a la población a través de sus emociones, en particular el miedo y el odio. Según Jacques Ellul, “la propaganda es una colección de métodos empleados por un grupo organizado que quiere provocar la participación activa o pasiva en sus acciones de una masa de individuos unidos a través de manipulaciones psicológicas e incorporados en una organización”.[8] La propaganda trata de convencer y modificar opiniones y juicios de la población como un todo, y no de los individuos en particular. A tales efectos, el propagandista se vale de todos los medios de difusión disponibles, sean oficiales o comerciales, y echa mano también de métodos inusuales, tales como el rumor y las teorías conspirativas, para lanzar una ofensiva multimediática, ya que cada una de esas vías tiene su propia capacidad y velocidad de penetración en el público.
Uno de los principales vehículos de la propaganda bélica son los medios de difusión masiva. Pero como dice Noam Chomsky, “los medios son el soporte de los intereses del poder”.[9] A menudo distorsionan los hechos y mienten para mantener esos intereses. Si los medios fueran honestos −sostiene el profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts−, dirían: “Miren, éstos son los intereses que representamos y con esta perspectiva analizamos los hechos. Estas son nuestras creencias y nuestros compromisos”. Sin embargo, se escudan en el mito de la objetividad y la imparcialidad. Pero esa máscara de imparcialidad y objetividad forma parte de su función propagandística.
El tema no es nuevo. En 1917, el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson creó el Comité de Información Pública, también conocido como Comisión Creel,[10] que Chomsky describe como la primera agencia oficial de propaganda gubernamental.[11] El Comité, que se enmarcó en el concepto de la “ingeniería del consenso” y el control elitista de la sociedad −cuyos precursores fueron los intelectuales liberales Walter Lippmann,[12] Edward Bernays[13] y Harold Lasswell[14]−, fue diseñado para manufacturar una campaña de histeria entre la población, con la finalidad de arrastrar a la guerra a un país que entonces era aislacionista. Ante la ausencia de la radio y la televisión, el Comité, que tuvo como “blanco” al auditorio estadunidense e internacional, recurrió a la prensa escrita y al cine.[15] Los directores de los principales medios fueron convocados y se les pidió su ayuda para desinformar y manipular a la opinión pública y contrarrestar la resistencia de la población al conflicto. Los objetivos planteados, fueron: 1) Movilizar la agresividad y el odio de la población y dirigirlo contra el enemigo para socavar y destruir su moral. 2) Dinamizar y preservar el espíritu de lucha del propio país. 3) Desarrollar y conservar la amistad de los países aliados. 4) Fomentar la amistad de los países neutrales y en lo posible obtener su apoyo y colaboración durante la guerra.[16]
La contribución de Lippmann, Bernays y Lasswell a la creación de la llamada “industria de relaciones públicas” −grandes empresas dedicadas a la propaganda política para la dominación y el control social masivo− ha sido estudiada ampliamente por Chomsky. Según consigna en su obra La propaganda y la opinión pública,[17] Lippmann y Bernays quedaron “muy impresionados” por el éxito conseguido “al convertir a una población pasiva en unos fanáticos antialemanes furibundos”. Hubo una verdadera histeria antigermana; la propaganda fue muy eficaz.
“La nueva idea −el nuevo ‘arte de la democracia’, según Lippmann−, es que existen diversos modos, como dijo Bernays, para dirigir ‘poco a poco a la opinión pública, al igual que un ejército dirige a sus soldados’. Y eso es lo que debemos hacer, porque somos los buenos y los inteligentes y ellos son estúpidos y necios y, en consecuencia, tenemos que controlarlos por su propio bien. Y podemos hacerlo porque disponemos de estas nuevas y maravillosas técnicas de propaganda. En aquellos días, se la llamó, honestamente, ‘propaganda’. El libro de Bernays se titula Propaganda”.[18]
La postura de Lippmann coincide con la del filósofo alemán Karl Jaspers, quien oponía la “aristocracia espiritual” a la “masa impersonal”. Y según Martin Heidegger, afiliado al partido nazi y rector de la Universidad de Friburgo durante el régimen hitleriano, la muchedumbre es portadora de una “psicología irracional gregal”. La connotación negativa del término propaganda, utilizado como sinónimo de mentira, desinformación y manipulación dirigida a las masas ignorantes, crea la ilusión de que la elite, la población “educada” e “informada” es inmune a los mensajes propagandísticos. Pero nada más alejado de la realidad.
Otro de los grupos que quedó impresionado con las nuevas técnicas de propaganda fue el de los líderes empresariales. Sus dirigentes, dice Chomsky, fueron muy francos: “Tenemos que imponer a la gente una ‘filosofía de la futilidad’ y asegurarnos de que se interesen por ‘las cosas superficiales de la vida’, como por ejemplo, el consumo. Deben intentar perseguir lo que se conoce como ‘necesidades imaginarias’, necesidades inventadas. Nosotros crearemos sus necesidades y entonces centraremos su atención en ellas. Así no nos molestarán”.[19] En buen romance, la manufactura de la oferta y la demanda.
La esencia de la cuestión había sido expuesta por Bernays[20] en 1928, en su clásico manual de relaciones públicas, cuando expresó que “la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento importante en una sociedad democrática… Son las minorías inteligentes las que precisan recurrir continua y sistemáticamente al uso de la propaganda”.[21] A su vez, Lippmann describió una “revolución” en “la práctica de la democracia”, cuando “la fabricación del consenso” se ha convertido en “un arte altamente consciente y en un órgano regular del gobierno popular”.[22] Como no se puede confiar en la opinión pública, los intereses comunes deben ser manejados únicamente por una “clase especializada”, por “hombres responsables” o “expertos”, que tienen acceso a la información y a la comprensión.
Todo el sistema de ideas políticas del imperialismo tiende a argumentar su derecho a la dominación, a la intervención del Estado, que se supedita a los monopolios en todas las esferas de la vida, a la manipulación de las masas y la desinformación de la opinión pública. Según Lippmann, la labor del público es limitada. No corresponde al público “juzgar los méritos intrínsecos de una cuestión u ofrecer un análisis o soluciones”. El público “no razona, investiga, inventa, convence, negocia o establece”. Por el contrario, “el público actúa sólo poniéndose del lado de alguien que esté en situación de actuar de manera ejecutiva (…) Es precisamente por ese motivo que ‘hay que poner al público en su lugar’. La multitud aturdida, que da golpes con los pies y ruge, ‘tiene su función’: ser el espectador interesado de la acción”, no el participante. La participación es deber de los hombres responsables.[23]
Quince años después, Harold Lasswell señaló en su artículo “Propaganda”, escrito para la Enciclopedia de las ciencias sociales de Estados Unidos, que cuando las elites carecen del requisito de la fuerza para obligar a la obediencia, los administradores sociales deben recurrir “a una técnica totalmente nueva de control, en gran parte a través de la propaganda”.[24] Añadió, dice Chomsky, la justificación convencional: “Debemos reconocer la ‘ignorancia y estupidez (de)… las masas’ y no sucumbir a ‘dogmatismos democráticos acerca de que los hombres son los mejores jueces de sus propios intereses’. No lo son, y debemos controlarlos, por su propio bien”. Cabe acotar que esta “ciencia” se volvió crucial, en la medida en que fue concedido de manera paulatina el sufragio en los diferentes países, además de que la propaganda política es una industria que genera ganancias millonarias.
Lasswell, quien definió la propaganda como el esfuerzo por “maximizar el poder doméstico al subordinar a grupos e individuos y al mismo tiempo reducir los costos materiales del poder”,[25] fue uno de los primeros científicos que trató de argumentar teóricamente esos problemas adaptándolos, además, a las relaciones internacionales. Llegó a declarar con toda franqueza, que “la propaganda constituye, junto con la diplomacia, las medidas económicas y las fuerzas armadas, un instrumento de la política total. La propaganda política es la utilización de las comunicaciones masivas en interés del poder... El objetivo consiste en ahorrar medios materiales, necesarios para la dominación mundial”.[26]
El mismo principio básico, añade Chomsky, guía a la comunidad empresarial. Cuando el Estado pierde la capacidad de controlar a la población por la fuerza, los sectores privilegiados deben hallar otros métodos para garantizar que “la plebe” sea eliminada de la escena pública. De allí que se pongan en práctica las técnicas de la fabricación del consentimiento y todo un sistema de adoctrinamiento. La función de orientar la obediencia y la formación de la gente sencilla −“la chusma”, ironiza Chomsky− corresponde a los medios de difusión y al sistema de educación pública.
Para Chomsky, la tarea de los medios privados, que responden a los intereses de sus propietarios, “consiste en crear un público pasivo y obediente que sea un mero espectador de la política, un mero consumidor, no un participante en la toma de decisiones… (Se trata) de crear una comunidad atomizada y aislada, de forma que no pueda organizarse y ejercer su fuerza para convertirse en una fuerza poderosa e independiente que pueda hacer saltar por los aires todo el tinglado de la concentración del poder. Eso es exactamente lo que pretende la comunidad empresarial”.[27]
En Los guardianes de la libertad, Noam Chomsky y Edward S. Herman esbozan un “modelo de propaganda” que describe las fuerzas que hacen que los medios de difusión masiva, como sistema de transmisión de mensajes y símbolos para el ciudadano medio, desempeñen un papel propagandístico, así como los procesos mediante los que activan los sesgos y prejuicios, y la selección de noticias que se derivan de ellos.
“La mayoría de las elecciones sesgadas de los medios de comunicación surgen de la criba previa de gente que piensa lo que hay que pensar, de preconcepciones interiorizadas, y de la adaptación del personal a las limitaciones de la propiedad, la organización, el mercado y el poder político. La censura es en gran medida autocensura, por un lado de periodistas y comentaristas que se ajustan a la realidad de los requerimientos organizativos de las fuentes y de los medios de comunicación, y por otro de los responsables de alto nivel de dichos medios, que fueron elegidos para poner en práctica las constricciones −que en muchos casos han interiorizado− impuestas por los propietarios y por otros centros de poder, tanto del mercado como gubernamentales”.[28]
Los ingredientes esenciales de ese modelo propagandístico o conjunto de nuevos “filtros”, descrito por Chomsky y Herman, se engloban en los siguientes puntos: 1) La envergadura, la concentración de propiedad, la riqueza del propietario; 2) la publicidad como fuente principal de ingresos de dichos medios; 3) la dependencia de los medios de la información proporcionada por el gobierno, las empresas y los “expertos”,[29] información, por lo demás, financiada y aprobada por esos proveedores principales y por otros agentes de poder; 4) las “contramedidas” y correctivos diversos como método para disciplinar a los medios de difusión masiva, y 5) el “anticomunismo” (hoy diríamos el “antiterrorismo del otro”) como religión nacional y mecanismo de control. Esos elementos interactúan y se refuerzas entre sí. La materia prima de las noticias debe pasar a través de sucesivos tamices, tras lo cual sólo queda el residuo “expurgado” y listo para publicar. Asimismo, esos elementos determinan las premisas del discurso y su interpretación, la definición de lo que es periodístico y digno de publicarse, y exponen las bases y el funcionamiento de todo cuanto concierne a una campaña propagandística.
El dominio y control de los medios de comunicación por parte de la elite, y la marginación de la disidencia y las voces críticas que se deriva de la actuación de los filtros mencionados, se realiza de una manera tan natural, que la gente que trabaja en dichos medios, y que con frecuencia actúa con absoluta integridad y buena voluntad, son capaces de autoconvencerse de que eligen e interpretan la noticia de una manera “objetiva”. Sin embargo, el modelo de propaganda descrito deja entrever que el “propósito social” de los medios, no es permitir que el público efectúe un control significativo del proceso político, proporcionándole la información necesaria para una inteligente asunción de sus responsabilidad, sino, por el contrario, se trata de mantener una población conformista, indiferente y atomizada, una sociedad de consumidores a quienes hay que inculcarles y llevarlos a defender el orden del día económico, social y político de los grupos privilegiados que dominan el Estado y el país.
Como puede apreciarse, en la sociedad de masas, las técnicas de propaganda se han refinado hasta alcanzar el grado de arte, mucho más allá de todo lo que George Orwell pudo soñar al respecto.

La guerra psicológica

La Alemania nazi se nutrió de los métodos de propaganda estadunidenses. A través de un gran aparato de manipulación político-publicitaria, Adolfo Hitler, el Gran Simplificador, decía exactamente lo que quería oír el “populacho”, la “masa”. El totalitarismo alemán fue posible gracias a una estrategia de propaganda-adoctrinamiento centrada en la adhesión a la voluntad del Führer. Y, también, a muchas dosis de mentiras. “La mentira repetida muchas veces se convierte en verdad”, afirmaba el “doctor” Goebbels, especialista en propaganda nazi en el Tercer Reich. En Mein Kampf (Mi Lucha), Hitler señala que “toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel intelectual a la capacidad receptiva de los menos inteligentes de los individuos a quienes se desee que vaya dirigida. De esa manera, es menester que la elevación mental sea tanto menor cuanto más grande la muchedumbre que debe conquistar”. Eso debía ser así, agregaba el Führer, porque “la capacidad receptiva de las masas es sumamente limitada y su campo de entendimiento muy reducido; en cambio, su capacidad de olvido es enorme”.[30]
A su vez, a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, la doctrina estadunidense de la “guerra psicológica” abrevó en la experiencia nazi. D. Lerner, funcionario del departamento de propaganda de Estados Unidos, escribió en 1949: “Entre los principales cambios a que conduce la transición de la paz a la guerra, figuran: las sanciones se convierten en guerra económica, la diplomacia se convierte en guerra política, la propaganda se convierte en guerra psicológica”.[31]
Un año después, el diccionario oficial de términos militares del Pentágono incorporó la siguiente definición: “La guerra psicológica es el uso planificado de medidas propagandísticas por la nación en tiempo de guerra o en estado de emergencia declarado, medidas destinadas para influir en las opiniones, emociones, actitudes y conducta de los grupos extranjeros, enemigos, neutrales o amigos a fin de apoyar la realización de la política y objetivos nacionales”.[32] Una de las particularidades de la “guerra psicológica” como tipo o doctrina de la propaganda, consiste en que no sólo se plantea el objetivo de cambiar opiniones o influir en la conciencia de los objetos de la propaganda, sino también el de crear situaciones políticas y psicológicas llamadas a provocar las formas deseables de conducta de la población, sus grupos concretos y hasta la de los gobernantes de otro país.
En los años ochenta, junto con las labores de inteligencia, la acción cívica y el control de poblaciones, la guerra psicológica formó parte de la llamada Guerra de Baja Intensidad (GBI) concebida por el Pentágono. “El conflicto de baja intensidad es una lucha político-militar limitada para alcanzar objetivos políticos, sociales, económicos y psicológicos. Es con frecuencia prolongada y varía desde presiones diplomáticas, económicas y psicológicas hasta el terrorismo y la insurgencia. El conflicto de baja intensidad está en general confinado a un área geográfica y usualmente se caracteriza por restricciones en el armamento, tácticas y nivel de violencia”. [33]
Esa doctrina cambia la naturaleza de la guerra, la hace irregular, la prolonga y la convierte en un embate político-ideológico. Se trata de un conflicto prolongado de desgaste, no convencional. El centro de gravedad ya no es el campo de batalla per se, sino la arena político-social. Por eso la batalla es, sobre todo, política y psicológica. La propia naturaleza del conflicto exige un tipo de inteligencia especial: importan las estimaciones acerca del medio ambiente global (condiciones económicas, políticas y sociológicas), por lo que las tareas de análisis pasan a ser cruciales.
En la nomenclatura militar el concepto operaciones psicológicas está relacionado, generalmente, con objetivos y herramientas que buscan influir en la conducta de la población civil, del enemigo y de la propia fuerza. En situaciones bélicas, la guerra psicológica trata de explotar las “vulnerabilidades” del enemigo y su base de apoyo: miedos, necesidades, frustraciones. Y eso incluye a mujeres y niños, porque en esa guerra no declarada no hay leyes que protejan a los no combatientes; el terror se utiliza como instrumento político de control de las mayorías, que busca generar dependencia, intimidación e incapacitar cualquier respuesta autónoma de la población organizada.
El manual de operaciones psicológica de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en Nicaragua (Omang, 1985), define que la guerra psicológica es un tipo de operación militar que se ha delineado a partir de la Segunda Guerra Mundial en una modalidad escogida, de modo preferente, para controlar grandes masas y/o territorios, sin necesidad de recurrir a otras formas de guerra convencional. El ser humano es considerado el fin prioritario en una guerra política. Concebido como un objetivo militar, el punto más crítico del ser humano es su mente. Cuando su mente es alcanzada, el “animal político” ha sido derrotado sin que necesariamente haya recibido un proyectil. El objetivo es la mente de la población civil, toda la población: “nuestras tropas, las tropas del enemigo y la población civil”.
La guerra psicológica comienza por definir su campo de influencia más inmediato, directo y habitual: la propaganda. Luego especifica su objetivo: el principal procedimiento consiste en el empleo deliberado, planeado y sistemático de temas, sobre todo a través de su sugestión compulsiva y las técnicas psicológicas afines, con miras a alterar y controlar opiniones, ideas y valores y, en última instancia, a cambiar las actitudes según líneas predeterminadas.
Se trata de dominar la voluntad del otro, considerado enemigo. Para lograrlo se acude a medios habitualmente no calificados de guerreros: la dominación del espíritu. Una de las características de la guerra psicológica es el ocultamiento sistemático de la realidad. Se busca imponer la verdad oficial, distorsionando o falseando datos, o bien inventando otros. Se recurre e insiste en temas deliberados, de manera principal a través de la sugestión compulsiva, con miras a alterar y controlar opiniones, ideas y valores y, en última instancia, cambiar las actitudes sociales según propósitos predeterminados. Esa historia oficial se impone a través de un despliegue propagandístico intenso y muy agresivo, al que se le respalda incluso poniendo en juego todo el peso de los más altos cargos oficiales.
Se busca, en definitiva, obtener un consentimiento activo de la población civil; plasmar un alineamiento y, si es factible, una organización activa y favorable de los ciudadanos. O, de otro modo, en el ámbito de la “paz” política imponer un universo cultural que organice la totalidad de la realidad en función de los objetivos militares. Ese universo se vale de los campos de la información (televisión, radio, prensa escrita, cine), de la política, de la economía y hasta de la religión, para construir la “verdad” e imponerla de manera represiva.

Propaganda blanca, gris o negra

Para construir la “verdad oficial” se utilizan genéricamente tres tipos de propaganda: blanca, gris o negra. La propaganda blanca es aquella que se difunde y se reconoce por la fuente o sus representantes oficiales; es abierta, franca y se disemina de manera amplia. La propaganda gris no será identificada por su fuente y queda librada a la imaginación del público. La propaganda negra es aquella que aduce otra fuente y no la verdadera; para encubrir su origen y sus intenciones se la rodea de ambigüedades, secretos y misterios. Es la más utilizada en las operaciones clandestinas (o encubiertas) de los servicios de inteligencia y, por ello, es principalmente subversiva. Por lo general se la canaliza a los medios a través de “filtraciones”. Una fuente “oficial” declara en forma “anónima” o el medio señala que no puede divulgar el origen de la información. Es decir, afirma algo que no es posible corroborar con certeza y de esa manera la “información” (propaganda) queda plantada como si fuera una “noticia”. En el manual Psicología para las Fuerzas Armadas, el psicólogo estadunidense E. Boring aclara la esencia del problema con suma franqueza, al señalar que la propaganda gris, y en particular la negra, tienen “la ventaja de la irresponsabilidad, ya que permiten difundir escándalos y rumores sin desacreditar al gobierno”.[34]
El sentido de todo ese proceso tiene que ver con la elaboración de la “verdad” colectiva. Su intento es lograr que aparezca como verdadero lo falso, intercalándose en toda la trama social para producir un efecto que impida la lectura adecuada de los índices de la realidad en los habitantes y los grupos tomados como “blanco” de la propaganda. Para ello, los “hechos” que contienen los mensajes, dirigidos a provocar inseguridad y confusión, deben disfrazarse en la realidad y darle la apariencia de ser “espontáneos” y “naturales”, como si surgieran desde dentro del fenómeno social. Se trata de un intento calculado y artificial para desvirtuarlo en su modo de aparecer: permitir sugestiones de espontaneidad, naturalidad, veracidad, que logren un impacto psicológico. Y culmina en la propaganda negra, la más siniestra, introduciendo un efecto disociador, destruyendo las redes de coherencia y haciéndoles emitir desde la misma fuente, como si fuesen propios, mensajes contradictorios que constituyen un vínculo doble y antagónico.
Como se señalaba más arriba, la guerra psicológica utiliza una caracterización simplista y maniquea (bueno/malo, negro/blanco) para describir al enemigo. El propagandista debe utilizar las palabras clave capaces de estigmatizar al contrario y de activar reacciones populares. De lo que en realidad se trata, al utilizar el mito de la guerra, es de satanizar al adversario, arrancarle todo viso de humanidad y cosificarlo, de tal modo que eliminarlo no equivalga a cometer un asesinato. En ese sentido, uno de los objetivos de la propaganda de guerra es sustituir el razonamiento por las pasiones y convencer a la población de la necesidad de participar en una misión purificadora, reivindicadora o justiciera.
En su obra sobre técnicas de propaganda en la guerra, H. D. Lasswell cita el comentario de Rudyard Kipling: “Sea como fuere que el mundo pretenda dividirse, hoy hay solo dos divisiones: los seres humanos y los alemanes”. El bien y el mal tienden a personificarse y se encarnan en individuos concretos que son presentados como héroes o villanos. Asimismo, para destacar la bondad de la propia causa y la maldad del enemigo, se presentan los conflictos en términos escatológicos y se recurre a la narración de atrocidades reales o ficticias. Así, en cuanto a estereotipos, los japoneses eran “malísimos” e “impenetrables”, y los alemanes “fríos” y “despiadados”. A los comunistas rusos, que encarnaron “el imperio del mal”, finalmente Dios y el mercado los “castigaron”.
Después de la primera guerra del Golfo entre Estados Unidos e Irak (1991), The Guardian de Londres publicó un estudio comparativo de la terminología usada en la prensa de Occidente para referirse a los aliados y los iraquíes.[35] Los aliados tenían “ejército, marina y aviación”, Irak una “maquinaria de guerra”. Los aliados daban “directivas generales” a los periodistas, Irak “censura” y “propaganda”. Los aliados “eliminan”, Irak “asesina”. Los soldados aliados eran tratados como “los muchachos”, los iraquíes como “hordas”. Los primeros eran “profesionales”, “héroes” y “prudentes”, los segundos “resultado de un lavado de cerebro”, “carne de cañón”, “cobardes”, “bastardos” y “fanáticos”. Los misiles aliados causaron “daños colaterales”, los “viles” misiles iraquíes “víctimas civiles”. Bush padre era “resuelto”, “un seguro estadista”, Saddam Hussein, “el carnicero de Bagdad”, “un tirano diabólico”, “monstruo enloquecido”.

De Crimea a Panamá

La primera guerra que se fotografió fue la de Crimea en 1860. Pero las imágenes reprodujeron naturaleza muerta; cadáveres o estructuras de defensa. La Guerra de Secesión, en Estados Unidos (Norte contra Sur), fue la primera de la era industrial con participación de masas. Y también la primera guerra contemporánea de los medios de comunicación, prensa y fotografía, de masas. Como señala Ignacio Ramonet, la coincidencia de la guerra de masas y los medios de masas hizo que los estados mayores se tuvieran que plantear cómo intervenir para que la “opinión pública”−los ciudadanos que financiaban la guerra y ponían los soldados, sus hijos− no supiera exactamente lo que pasa en ella, para que no pesara en su conducción.[36] Ese abismo entre lo que percibe la opinión pública y lo que viven los participantes, se acentuó durante la Primera Guerra Mundial. Allí se inventaron los llamados oficiales de comunicación, que suministraban “información” a los corresponsales de guerra que no tenían acceso al frente ni una percepción directa de lo que estaba ocurriendo. Así, la historia mediática de la guerra de 1914-18 estuvo basada en la manipulación y el lavado de cerebro.
El modelo se modificó en la Segunda Guerra Mundial. Simbólicamente, fue la guerra de la democracia contra el totalitarismo nazi. Por tanto, la guerra de “la transparencia y la verdad” contra “la propaganda” de Goebbels y el régimen hitleriano. El Pentágono permitió que los corresponsales acompañaran a sus tropas de avanzada; la idea fue que la sociedad tenía derecho a saber con exactitud lo que hacían sus soldados. Pero la lógica estadounidense de que la guerra debe ser tan transparente como la democracia, y de que los medios de masas deben ilustrarla y actuar como “espejo”, sin ningún tipo de filtro, produjo el llamado síndrome de Vietnam.[37] La del sudeste asiático fue la primera guerra filmada para la televisión, pero no en directo.[38] Sin embargo, el impacto de las imágenes en la opinión pública tuvo influencia en la derrota militar, simbolizada por la toma de Saigón en abril de 1975. La “operación espejo” de los medios generó un rechazo a la guerra −y a las razones que llevaron a hacerla− en la audiencia de Estados Unidos. Los ciudadanos descubrieron a un ejército cruel, injusto. Vieron a sus soldados realizar ejecuciones masivas de civiles, torturar prisioneros, bombardear aldeas y utilizar armas y defoliantes químicos, como el napal,[39] contra la población vietnamita. En buena parte debido a la televisión, el país no estuvo ya detrás de sus soldados. La guerra se perdió militar y psicológicamente. La noción de la “transparencia” entró en crisis.[40]
La lección de Vietnam fue vivida como una verdadera catástrofe mediática por el ejército de Estados Unidos. El Pentágono y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sacaron enseñanzas. Aunque los militares no culparon únicamente a los medios de la derrota en el sudeste asiático, quedaron convencidos de la necesidad de canalizar y controlar a la prensa y mantenerla apartada de las operaciones bélicas. Durante la guerra de las Malvinas, en 1982, se introdujeron modificaciones. Si bien el conflicto enfrentaba a una potencia nuclear, Gran Bretaña, con un país del Tercer Mundo, Argentina; a una democracia con una autocracia castrense, como dice Ramonet, la superioridad militar inglesa, reflejada según la doctrina del espejo, corría peligro de dar una impresión detestable.[41] Se podía ganar la batalla militar pero perder la batalla mediática. La prioridad de Londres fue controlar a los medios de comunicación. Para ello ideó la cobertura a través del pool, un pequeño grupo de periodistas acompañado y controlado por militares especializados. Una forma de “orientar” la información.[42] Las Malvinas fue la primera guerra sin imágenes desde la aparición de la fotografía. El exitoso esquema fue utilizado después por los franceses en Chad[43] y por el Pentágono en las invasiones a Granada[44] y Panamá[45].
El modelo 1989

Durante la primera guerra del Golfo, Estados Unidos introdujo cambios estructurales en la información de masas. Ignacio Ramonet le llama “el modelo 1989”, derivado de tres acontecimientos mediáticos ocurridos ese año: la revuelta de la plaza de Tiananmen, en Pekín; la caída del muro de Berlín, que separaba a las dos Alemanias, y los sucesos en Rumania.
Gracias a la autonomía de la televisión para ir a cualquier parte y transmitir en tiempo real, todo el mundo asistió en directo a la represión de estudiantes chinos por el gobierno de Den Xiao Ping. Durante la apertura del muro de Berlín, Dan Rather, de la CBS, repitió la frase “están ustedes viendo la historia en marcha”. Hasta entonces, como señala Ramonet, “la relación comunicacional estaba constituida por un triángulo: el acontecimiento, el mediador o periodista y el ciudadano, espectador o lector”.[46] Pero cuando Rather dijo “están ustedes viendo la historia en marcha”, estaba proponiendo una modificación sustancial: que la relación fuera ahora directa entre el acontecimiento y el público; el ciudadano es “testigo” de lo que pasa. En la nueva fórmula “ver para saber”, el periodista (mediador) desaparece de la relación. Pasa a ser también “testigo” del hecho. Sólo se cree lo que se ve ya que la imagen es garantía de verdad. Surge así una nueva definición de la información. Sencillamente, informar es hacernos asistir al acontecimiento mediático como happening. No hay causas. No hay actores. No hay contexto. No hay memoria. No existe la historia. La realidad se ve ahora como un espectáculo. Las leyes del espectáculo mandan sobre las exigencias y el rigor de la información.
Así, el acontecimiento bélico se ve como un partido de fútbol “en directo”. Es el nuevo “paradigma CNN” que contiene todos los ingredientes de la racionalidad occidental: el dominio del tiempo y la dicotomía verdadero-falso, que se traduce en la oposición mostrado-oculto. Pero sucede que el deporte tiene reglas de juego. ¿Cuáles son las reglas de la historia? El periodista está dejando solo al espectador transformado en “testigo” del acontecimiento. “El sistema comunicacional le dice: yo no le informo a usted ni bien ni mal, usted se informa solo; si usted ha interpretado mal el acontecimiento, es su responsabilidad, yo se lo he mostrado, que es mi obligación”.[47] El directo es la forma superior de la “verdad” de la información. Pero se está pasando de una concepción responsable de la información hacia otra en la que el sistema simula que se lava las manos.
El caso Rumania −“la mayor mentira mediática en la historia comunicacional moderna”−,[48] se nutrió de los otros dos sucesos. Asistimos a la guerra civil en directo, con base en otra tecnología: el montaje de la realidad y la mentira. No hubo ningún enfrentamiento entre la policía secreta rumana y los defensores de la democracia. Tampoco existieron tropas mercenarias sirias y palestinas que defendían al régimen rumano. Todo fue un montaje. Y se dio un “efecto biombo”: mientras el mundo estaba ocupado en Rumania, Estados Unidos invadía Panamá.
Dos años después, la primera guerra del Golfo se construyó con base en una serie increíble de manipulaciones y falsedades. “Es la suma de las Malvinas, más Pekín, más Berlín, más Rumania. Es el edificio de mentira más impresionante de los últimos tiempos”, dice Ramonet. A la censura clásica por amputación (por ejemplo, ocultar al público occidental que Arabia Saudita es un régimen autocrático), se le añadió la absurda tesis de que Irak tenía el “cuarto ejército” más grande del mundo. Había que movilizar a la opinión pública estadounidense a fin de obtener consenso para la intervención del Pentágono y dejar atrás al síndrome de Vietnam. Mike Digel, el mejor manipulador de masas de Estados Unidos −el hombre que inventó a Ronald Reagan como presidente−, montó una serie de imágenes de alto impacto que reproducían el “salvajismo” iraquí. Pero fueron imágenes que jamás existieron en la realidad; se filmaron en Nuevo México. Fue un ejemplo de astucia.
La batalla mediática supone inteligencia para producir y utilizar imágenes, y esa doble inteligencia es indispensable para conducir conflictos y hacer que al ciudadano le sea cada vez más difícil establecer la frontera entre la verdad y la mentira. Entonces, los dioses de la imparcialidad (los locutores de televisión), actuaron como maestros de ceremonias de un tele-maratón del Pentágono. Se acogieron al “modelo deportivo”. El espectáculo, la emoción. El directo maximiza la emoción contra el razonamiento, y, como señala Dominique Wolton, “desaparece el trabajo que es la base del oficio del periodista: tomar distancia, escoger, verificar, confirmar, dudar, optar, interpretar y decidir”.[49]
La información nunca es la réplica de lo real, sino una interpretación, una elección. Sin embargo, en el nuevo paradigma de la información, la imagen, réplica de la realidad, es la mejor prueba posible de la veracidad de lo que se muestra. Y como dice Wolton, “ese doble triunfo de la imagen y del directo es lo que explica la trampa diabólica de la información audiovisual en directo”. Dicho de otra manera, no hay relación directa entre realidad y verdad. Lo cual significa que la información es indisociable del contexto y que es el contexto el que la mayoría de las veces confiere valor a la información.
No obstante, el público no siempre logra darse cuenta de la manipulación de los medios. Fue lo que ocurrió en 2001 con la destrucción de las torres gemelas. Una vez más, los expertos en propaganda y guerra psicológica de Washington lograron imponer su agenda a la audiencia; se impuso de nuevo la información-espectáculo, disfrazada de información neutra. Afloró el modelo CNN. Horas y días en los noticieros las imágenes de los aviones estrellándose una y otra vez contra el World Trade Center de Nueva York. “Usted ve la historia hacerse ante sus ojos”. De nuevo la auto­abolición del periodista, la ideología del directo. Pero el Pentágono ya había comenzado a fabricar al nuevo Satán; el nuevo Hitler. Al bastardo de turno, Osama Bin Laden, una creación de Washington,[50] igual que Leónidas Trujillo en República Dominicana y Manuel Antonio Noriega en Panamá.
Durante días se intoxicó a la muchedumbre, espectadora silenciosa. Se la desinformó y manipuló. Se le mintió. En nombre de la siempre socorrida “seguridad nacional”, reaparecieron el fervor patriótico, la censura, los periodistas “insertados” o “encamados” en las tropas del ejército, la marina y la fuerza aérea (la pareja antinómica periodista-militar)[51] y los límites a la libertad de expresión en los grandes consorcios mediáticos estadunidenses, como la otra cara de la guerra iniciada el 11 de septiembre. Después vendría Bush con su premisa del nuevo mito fundacional: “Con Estados Unidos o con el terrorismo”. Con el Dios de Bush o con Alá. Un nuevo Nintendo maniqueo con buenos y malos. Con el sheriff de Texas como una copia patológica de su adversario.[52]
El 10 de octubre de 2001, la cadena de televisión CNN difundió la “recomendación” del vocero de la Casa Blanca, Ari Fleischer, para abstenerse de difundir imágenes de Bin Laden ya que los integrantes de Al Qaeda “podrían utilizar los consorcios mediáticos para enviar mensajes codificados”.[53] La preparación del consenso mediático a favor del ataque de Estados Unidos contra Afganistán se observó con precisión en las principales cadenas de televisión estadunidenses: ABC, CBS, CNN, FOX y NBC. Sin embargo, el virtual “bombardeo” de la imagen de Bin Laden tomada de la televisora árabe Al Jazeera[54] rompió con las reglas no escritas de la alta censura en los medios. Curiosamente, en la nueva competencia por el control informativo, CNN había ido perdiendo su hegemonía y el monopolio global por una razón fundamental: la oportunidad de sus imágenes, perfectamente adaptadas a la censura del Pentágono, ya no resolvían la necesidad de información.[55] En ese contexto, no dejó de ser paradójico que Bin Laden se convirtiera en un personaje con alto rating.
NOTAS

[1] Bartlett, Political Propaganda, citado por Jean-Marie Domenach en La propaganda política. Eudeba, Buenos Aires, 2001.
[2] Propaganda, communication and public opinion, Princeton, citado por Domenach.
[3] Jim Cason y David Brooks, “En curso, guerra de la información en EU; anuncian ‘estrictos límites’”. La Jornada, 25 de septiembre de 2001.
[4] En octubre de 2001 el Pentágono atacó Kabul, la capital afgana, en lo que sería el inicio de una ofensiva final contra el movimiento talibán de Afganistán. El movimiento talibán, que había sido considerado antes por Estados Unidos como un grupo de “luchadores de la libertad”, igual que los mujaidines que lucharon contra la ocupación soviética, después del 11 de septiembre pasaron a ser considerados por la propaganda de guerra de Estados Unidos como “terroristas”, “fundamentalistas islámicos” y “fanáticos”.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Donald Rumsfeld se refería al hecho de que durante la invasión a Normandía, en la Segunda Guerra Mundial, los aliados anglo-estadunidenses no informaron sobre la fecha del desembarco (1944) ni el lugar de la ofensiva y realizaron operaciones diversionistas para confundir a los alemanes, haciéndoles creer que el lugar elegido era Calais. Ver Jim Cason y David Brooks, “No se mentirá a los medios, pero ‘la verdad será protegida’: secretario de Defensa de EU”. La Jornada, 26 de septiembre de 2001, y “Desinformación, una táctica de inteligencia”, Reforma, 21 de febrero de 2002.
[8] Jacques Ellul, Propaganda: The Formation of Men’s Attitudes. Nueva York, Random House/Vintage Books, 1973.
[9] Noam Chomsky (1928), profesor del Instituto Tecnológico de Massachussets, es autor de una extensa bibliografía sobre el papel de los medios de comunicación y el modelo de propaganda de Estados Unidos. Sobre el tema destacan, entre otros, sus libros La quinta Libertad (1985); Los guardianes de la libertad (1988); El miedo a la democracia (1992), y Lucha de clases (1997).
[10] El Comité de Información Pública fue dirigido por George Creel, un periodista sensacionalista que orquestó una ofensiva sin precedentes de propaganda probélica.
[11] C. P. Otero, Noam Chomsky. Sobre democracia y educación. Paidós, Barcelona 2005.
[12] Walter Lippmann, “el más importante de los periodistas estadunidenses”, dice Chomsky, es autor del libro Opinión Pública (Allen & Unwin, Londres, 1932). Lippmann acuñó el término “fabricación del consenso”, vinculado con el modelo de propaganda utilizado por Estados Unidos desde los años treinta del siglo pasado.
[13] Edward Bernays escribió el libro Propaganda (Nueva York, H. Liverigth, 1928), que se convirtió, según apunta Chomsky, en “un manual estándar de la industria de las relaciones públicas” de Estados Unidos.
[14] Harold Lasswell fue una de las principales figuras de la ciencia política estadunidense en la primera mitad del siglo XX y fundador del moderno campo de estudio de las comunicaciones.
[15] El Comité distribuyó más de 75 millones de panfletos, boletines y hojas volantes; publicó un periódico de 100,000 ejemplares de circulación; organizó 755,000 conferencias en 5,200 comunidades y obtuvo el apoyo de empresas cinematográficas para llevar su mensaje noticioso y motivacional al personal civil y militar. Ver Luis Eladio Proaño, “Periodistas en tiempos de guerra”, revista Chasqui No. 38, Quito, Ecuador, 1991.
[16] Ibíd.
[17] Noam Chomsky, La propaganda y la opinión pública. Conversaciones con David Barsamian, Editorial Crítica, Barcelona, 2002.
[18] Ibíd.
[19] Ibíd.
[20] Edward Bernays, un liberal y anticomunista rabioso, sobrino de Sigmund Freud, empleó las ideas de su tío en el ámbito comercial para predecir y después ajustar lo que la gente creía y la forma como se comportaba. Pero mientras Freud trataba de liberar al ser humano de sus temores, complejos y deficiencias emocionales, Bernays usaba la psicología para arrebatarle al público su capacidad de decidir por sí mismo y para entregarlo a sus poderosos clientes para ser manipulado. Aparte de trabajar con numerosas corporaciones, en diferentes ocasiones Bernays ayudó al Departamento de Estado a diseminar propaganda.
[21] Noam Chomsky, El miedo a la democracia. Editorial Crítica, Grijalbo, Barcelona 1992.
[22] Ibíd.
[23] Ibíd.
[24] Ibíd.
[25] Citado en Jacques Ellul, Propaganda, op.cit.
[26] Citado en D. Lerner, Propaganda in War and Crisis. Nueva York, 1951.
[27] Noam Chomsky, Mantener a la chusma a raya. Editorial Txalaparta, País Vasco, 1995.
[28] Chomsky y Herman, Los guardianes de la libertad, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1990. Prefacio.
[29] Como señalan Chomsky y Herman, los medios de comunicación de masas están inmersos en una relación simbiótica con las fuentes de información poderosas, tanto por necesidad económica como por reciprocidad de intereses.
[30] Alejandro Galkin, Fascismo, nazismo, falangismo. Ediciones Librería Allende, S.A. México, sin fecha y Jean-Marie Domenach, La propaganda política. Eudeba, Buenos Aires, 2005.
[31] Georgui Arbatov, El aparato de propaganda político e ideológico del imperialismo. AKAL Editor, Madrid, 1975.
[32] Ibíd.
[33] Reporte final del Estado Mayor Conjunto del ejército de Estados Unidos, citado por Carlos Fazio en El Tercer Vínculo, De la teoría del caos a la militarización de México. Editorial Joaquín Mortiz, México, 1996.

[34] Citado por Arbatov, op. cit.
[35] “Profesionales versus bastardos”. The Guardian de Londres, reproducido en Chasqui, número citado.
[36] Ignacio Ramonet, “La mentira como arma de guerra. Cambios estructurales”. Mimeógrafo, s/f.
[37] El síndrome de Vietnam alude, más que a un trastorno por estrés postraumático, que como la neurosis de guerra y el síndrome de Estocolmo afecta a individuos que han participado en conflictos bélicos, a la crisis ideológica y moral de la sociedad estadunidense producida por la derrota en el sudeste asiático, que se tradujo en una “crisis de confianza” prolongada y que, combinada con el escándalo Watergate, llevaron a la caída de Richard Nixon en agosto de 1974.
[38] Si bien se ha dicho que la de Vietnam fue la primera “guerra televisada”, cabe señalar que no fue filmada en tiempo real, porque las películas (rodadas en 16 mm) eran enviadas a Estados Unidos en avión y se difundían con 24 o 48 horas de distancia respecto a los hechos.
[39] Material inflamable para cargar bombas incendiarias.
[40] Durante más de dos décadas (1949-1975), Estados Unidos intentó sojuzgar a Vietnam mediante la fuerza y la subversión, violando en el proceso la Carta de las Naciones Unidas, los Acuerdos de Ginebra de 1954, el Código de Nüremberg, la Convención de La Haya, el Protocolo de Ginebra de 1925 y, finalmente, los Acuerdos de París de 1973. Durante casi diez años los campesinos de Indochina sirvieron como conejillos de Indias para una tecnología militar en desarrollo: bombas de racimo, cohetes diseñados para meterse a las cuevas donde se escondía la gente para escapar de los bombardeos de saturación, un despliegue infernal de armas antipersonales; nuevas versiones de las balas “dum-dum”, por mucho tiempo ilegales. Estados Unidos perdió 58,000 soldados y causó la muerte de millones de vietnamitas, además de varios miles de laosianos y camboyanos.
[41] Ramonet, op.cit.
[42] El pool, el trato directo con los oficiales británicos y la transmisión de información exclusivamente a través del ejército inglés, fueron los tres elementos clave que permitieron orientar la información.
[43] Durante 1985 y 1986, el ejército de Francia intervino en el conflicto del Chad, en la mayor batalla de tanques producida en Africa desde El Alamein, y la audiencia francesa se enteró una vez que terminaron las hostilidades sin poder ver ninguna imagen de los enfrentamientos.
[44] Estados Unidos invadió militarmente Granada en 1983 e impuso un gobierno títere. La invasión se produjo sin cobertura de prensa.
[45] La misma técnica utilizada en Granada y Chad fue utilizada por Washington en diciembre de 1989 durante la invasión a Panamá para capturar al general Manuel Antonio Noriega, quien durante años sirvió a los intereses de Estados Unidos y tuvo una relación personal con George Bush desde sus años como director de la Agencia Central de Inteligencia. Durante la invasión, denominada Causa Justa, el ejército estadunidense bombardeó con fuego de artillería, tanques, helicópteros, misiles, lanzallamas y ametralladoras, durante nueve horas, el popular barrio de El Chorrillo, que quedó prácticamente en ruinas. Aunque la cifra oficial de muertos panameños alcanzó los 500, fuentes no gubernamentales consideran que fueron más de cuatro mil. Todo, para “capturar” a un hombre.
[46] Ramonet, op.cit.
[47] Ibíd.
[48] Ibíd.
[49] Dominique Wolton, War Game. La información y la guerra. Siglo XXI Dditores, México, 1992.
[50] Resulta una ironía que el saudita Osama Bin Laden, principal sospechoso de los ataques terroristas en Nueva York y Washington, haya sido reclutado por la Agencia Central de Inteligencia durante la guerra entre Afganistán y la Unión Soviética, en el marco de una operación secreta de gran envergadura, mediante la cual, la llamada “jihad islámica (o guerra santa contra las fuerzas soviéticas) se convirtió en parte integral de la estrategia de inteligencia de la CIA, apoyada por la Casa Blanca y Arabia Saudita, y financiada en gran medida con fondos provenientes del narcotráfico, floreciente en la frontera afgano-paquistaní.
[51] Se estima en 660 el número de periodistas, en su mayoría estadunidenses y británicos, que fueron insertados en diferentes batallones de Estados Unidos e Inglaterra y que debieron aceptar el compromiso de no poner en peligro a las tropas con sus reportes y de someter su material a la censura militar. La intención de la campaña fue establecer vínculos estrechos entre periodistas y soldados, de tal manera que, a partir de una relación de supervivencia, se evaporara cualquier noción de neutralidad en la información.
[52] El paralelismo entre George W. Bush y Osama Bin Laden fue utilizado por el más famoso periodista televisivo de Alemania, Ulrich Wickert, conductor el popular noticiero Tagesthemen. En una entrevista con la revista Max, Wickert adhirió a la opinión de la premiada escritora india Arundhati Roy, quien llamó a Bin Laden “el esqueleto en el armario de la familia estadunidense, el oscuro ‘otro yo’ del presidente Bush”. Kickert dijo que “Bush no es un asesino o un terrorista, pero sus estructuras de pensamiento son similares (a las de Bin Laden). Fue obligado a disculparse públicamente.
[53] Jenaro Villamil, “Comienza la autocensura a operar en los grandes consorcios mediáticos estadunidenses”. La Jornada, 11 de octubre de 2001.
[54] El canal de noticias por satélite Al Jazeera, con sede en Doha, Qatar, apareció en 1996, financiado con un subsidio del emir Sheik Hamad bin Khalifa al Thani y comenzó a destacar en el mundo árabe como un canal alternativo a las cadenas de televisión de Occidente.
[55] Según reportó The Washington Post, a comienzos de noviembre de 2001 el presidente de CNN, Walter Isaacson, advirtió a sus corresponsales que no debían presentar informaciones de Afganistán que pudieran ser demasiado “protalibán”. Jim Cason y David Brooks, “Control informativo, importante frente de EU en la guerra contra Osama Bin Laden”. La Jornada, 3 de noviembre de 2001.

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